-¿Qué hora es? -me pregunta una de mis alumnas.
-Casi las dos, ya falta poco. -le contesto- Empezaremos a recoger en breve. -digo en alto a la clase.
Y poco a poco empiezan a organizarse, a dejar cada cosa en su sitio, tomar sus mochilas y prendas de abrigo de los colgadores y colocar las sillas encima de las mesas.
Sonrisas y alguna gracia mientras se ponen en fila.
Bajamos.
Hago 3 copias para aquellos que no encuentran una ficha de matemáticas que entregué el lunes y las reparto.
Nos despedimos de los que comen en el comedor y poco a poco de las que se van con su madre, su padre, su abuela, su amiga, su amigo.
Subo al coche con la felicidad de viernes, de lo afortunada que soy de volver a reencontrarme con esta sensación desde hacía tanto.
El camino está despejado. La mujer policía me hace una seña y me detengo, cruza el paso una familia y me señala que reinicie la marcha.
La rotonda está vacía hoy y un poco más adelante me ceden el paso para cambiarme de carril. Una furgoneta de reparto se salta el semáforo en rojo, menos mal que las chicas que esperaban ya se lo esperaban.
Siguiente rotonda, también vacía. Hoy llegaré prontísimo.
R. ya está en casa, alistando, seguro, cualquier cosa para esta tarde, para que la casa huela a viernes.
Mientras bajo las dos ventanillas delanteras recuerdo lo que haremos para comer y entra en el coche un riquísimo olor a guiso. Como el que hacía mi madre; con su cebolla pochada, su tomate, sus patatas, zanahorias y guisantes. Como hacía mi madre.
Estaría de cumpleaños mañana, mi madre.
Ya no temo olvidarla, estoy segura de que no lo haré nunca, nunca, nunca.
Qué lindo, todo